Lozada, Mireya (2012) Violencias, voces y
silencios. En: Roberto Briceño León , Olga Avila y Alberto Camardiel. En:
violencia e institucionalidad. Informe del Observatorio Venezolano de Violencia
2012, pp- 263-276.
La (in) seguridad constituye hoy el principal problema
confrontado por la población venezolana afirman las encuestas(1), mientras las
estadísticas muestran la relación violencia/criminalidad y subrayan tanto el
vertiginoso incremento como la transformación cualitativa de este fenómeno,
particularmente en el ámbito urbano, convirtiéndose en causa de muerte de un
importante porcentaje de la población masculina joven en sectores populares,
cuyo mundo-de-vida, particularmente la del delincuente violento popular es
narrada por Moreno, Campos, Rodríguez y Pérez, (2009).
Son muchas las aproximaciones que desde una perspectiva
global, abordan la compleja relación entre violencia de Estado y la
exclusión-estigmatización social de las poblaciones urbanas marginales como
consecuencia de la crisis fiscal internacional, el desmonte del Estado
benefactor, las políticas de ajuste, el desempleo, las migraciones internas en
América Latina, el incremento de la economía informal, el creciente deterioro
de los servicios públicos, la corrupción, el narcotráfico y la impunidad;
factores con hondas repercusiones en la calidad de vida de los habitantes de
las ciudades latinoamericanas y en el incremento de hechos de violencia como
expresiones de relaciones sociales de conflicto, exacerbadas por las extremas
desigualdades económicas y políticas. (Camacho y Guzmán, 1990; Hespanha, P y
Tavares dos Santos, J, 2000; Del Olmo, 2000, entre otros)
En la actualidad, la mayor parte de los análisis de la
problemática en Venezuela, destacan banalizan o evaden las responsabilidades
del Estado venezolano durante las llamadas IV o V Republica; privilegian
factores individuales, de género o variables socio-económicas; rastrean signos
de causalidad histórica y estructural de la violencia, tanto en los regimenes
dictatoriales como en los sistemas democráticos del siglo XX; atribuyen el
incremento de la inseguridad, a la impunidad, militarización, criminalización
de los sistemas penales, corrupción e institucionalización del delito, ineficiencia
de las políticas de seguridad, la violación de los derechos humanos, y
adicionalmente se alerta acerca del impacto psicológico y consecuencias de la
violencia en la creciente anomia social, miedo, rabia, repliegue, desesperanza
e impotencia ciudadana.
Pero, además de estas aproximaciones, de los índices de
homicidios y otros delitos destacados por los medios de comunicación, que
expresan la velocidad sin precedentes de las violencias de carácter social y
delincuencial en Venezuela, ¿en qué se diferencia el abordaje de este fenómeno,
que en sus diferentes manifestaciones y de manera recurrente ha ocupado en
distintos momentos la atención de los analistas en nuestro país y en América
Latina?
El fenómeno de la violencia ha quedado atrapado en la lógica
maniquea de la polarización y se ha instrumentalizado políticamente, como buena
parte de la agenda pública en los últimos años de conflictividad en Venezuela,
quedando frecuentemente invisibilizado o utilizado, por sectores políticos y/o
mediáticos, el sufrimiento de las victimas y sus familiares. La compleja
dimensionalidad objetiva y subjetiva de las violencias, expresada en
significados, objetos, modalidades, sujetos, impacto, etc., y su necesaria
comprensión multidisciplinaria, se reducen en la simplificación y estrechez
perceptiva que demarca la polarización (Lozada, 2008).
El horror de la violencia, expresado en pérdida de vidas,
mutilación y sufrimiento, índices y cifras; fotos, lagrimas y testimonios que
reflejan el incremento y crueldad de los delitos y la incapacidad gubernamental
para combatir la delincuencia común y crimen organizado, han conseguido
atemorizar a la sociedad, mientras las autoridades gubernamentales banalizan,
eluden o niegan el problema, argumentando su utilización política (2), y los
medios se han sumergido en una vorágine informativa, sin revisar a profundidad
los retos y responsabilidades éticas que implica informar sobre esta
problemática en el actual contexto.
(In) seguridad,
violencia y medios: entre ruidos y silencios
Las autoridades gubernamentales: gobierno central, estadales
y municipales, disponen de los instrumentos del Estado y su capacidad para
respetar y hacer cumplir la constitución, garantizar la seguridad ciudadana y
administrar justicia bajo el estricto respeto a los derechos humanos. Sin
embargo, son estas mismas instancias quienes la irrespetan, con la complicidad
de organismos judiciales, policiales y militares, quienes en muchas ocasiones
se constituyen en obstáculo, amenaza o riesgo para la integridad física y
psíquica de los ciudadanos.
Incumpliendo el mandato que establece la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela en sus artículos 51 y 143, mediante los
cuales se establece a todos los funcionarios públicos o funcionarias públicas
la obligatoriedad de dar respuesta oportuna y adecuada a las peticiones de toda
persona, el Estado venezolano ha extendido la política de no conceder acceso a
la información, especialmente referida al tema de la violencia, contraria al
discurso que dice promover una democracia participativa y protagónica para
estimular la contraloría social (Provea, 2009).
Entre las pocas referencias oficiales al tema de la
seguridad y las acciones emprendidas, destacan las opiniones de la secretaria
ejecutiva del Consejo General de Policía, Soraya El Achkar (2010) quien señala
que hasta la fecha de los 138 cuerpos de seguridad que operan en el país, se
han implementado en 82% las políticas de estandarización en cuanto a
funcionamiento y organización, recomendadas por la Comisión Nacional para la
Reforma Nacional (Conarepol), Comisión que se instaló en 2006 y fue ampliamente
validada por la consulta ciudadana (3).
Con respecto a la práctica del silencio y la limitación de
acceso a la información pública que se ha hecho corriente en el manejo de otras
problemáticas sociales en los espacios gubernamentales y se exacerba en el tema
de la inseguridad, apunta Gabaldón (2007,100): “Las políticas de control de la
seguridad ciudadana, confianza pública, criminalidad no han encontrado un marco
para la discusión entre actores de diversos niveles de la administración
pública, observándose una tendencia al recelo y al ocultamiento de información
y datos que podrían ser utilizados para ataques con fines políticos. El tema de
la seguridad atraviesa, pues, por una especie de limbo (4), sin discusión
democrática y sustentada, donde la acción gubernamental se ejerce sin mayor
información y sin mecanismos de consulta ni rendición de cuentas”.
Como bien nos recuerda Del Olmo (1975, p. 296) parafraseando
a Skolnick, la violencia es un “término ambiguo cuyo significado es establecido
a través de procesos políticos. Los tipos de hechos que se clasifican varían de
acuerdo a quién suministra la definición y quién tiene mayores recursos para
difundir y hacer que se aplique su decisión”.
Así, el silencio oficial, la desarticulación y descrédito
institucional, la ausencia de espacios políticos de debate de la agenda pública
y negociación de los conflictos; la política-espectáculo en medios públicos,
privados y comunitarios; el pánico colectivo, constituyen una superficie de
inscripción privilegiada, donde la tríada medios-violencia-mercado encuentra
campo fértil. “Los medios, están devorando la capacidad de comunicación que no
puede vivirse en la calle”, afirma Martín Barbero (2000, 32), mientras García
Canclini (2001) se pregunta ¿hasta cuando los medios viven de los miedos?
En la hora crítica que hoy vive México en el tema de la
violencia, la revista Etcétera plantea el debate: “los medios no son por sí mismos
los únicos responsables del problema de que la sociedad demande una información
ausente de estándares y contextos democráticos y éticos, pero los medios
tendrían que hacerse responsables de su rol y su rol es dar información que
respete los derechos, como el derecho a saber” (López Portillo, 2008, 17).
Reconociendo que los medios no son responsables de la
violencia que se vive, y a propósito de las responsabilidades éticas de la
cobertura mediática de la violencia, delincuencia e inseguridad, comunicadores
de esta Revista se plantean una serie de cuestionamientos y propuestas que
pueden ser útiles en el contexto venezolano:
1. Filtración
de datos que llegan a las redacciones y ponen a riesgo las investigaciones en
curso, la integridad de testigos e involucrados directos- indirectos en
indagatorias; o ponen en peligro y sometan a escarnio a inocentes.
2. Filtración
de datos que llegan a las redacciones y ponen a riesgo las investigaciones en
curso, la integridad de testigos e involucrados directos- indirectos en
indagatorias; o ponen en peligro y sometan a escarnio a inocentes.
3. Publicación de
imágenes estereotipadas de “presuntos” delincuentes que son presentados como si
fueran criminales ya juzgados.
4. Profusión de imágenes de las madres y familiares
deshechos en llantos, irrespetando el derecho a la privacidad y duelo que
supone la pérdida de seres queridos.
5. Publicación de hechos marcados de sensacionalismo,
carentes de investigación y elementos de contexto (5).
6. Difusión de mensajes que contribuyen a exaltar el miedo y
la rabia, que refuerzan la impotencia o las reacciones de venganza.
7. Carencia de definiciones editoriales precisas sobre el
comportamiento de los medios frente a la violencia.
8. Necesidad de mesura, prudencia, puntualidad y respeto a
la dignidad de las victimas al momento de informar.
9. Definición de criterios éticos en el manejo de datos
producto de filtraciones y protección a los reporteros que cubren la fuente.
10. Revisión autocrítica a la labor comunicacional que va
más allá de ser “espejos” o “cajas de resonancia” de la realidad, sin aventurar
hipótesis, ni magnificar o menospreciar los hechos ocurridos.
11. Evaluar los limites entre información socialmente útil y
escándalo mercantilista
12. Evitar la apología del delito y volverse tribuna de los
grupos infractores que buscan publicidad
13. Informar de los hechos sin agravar la inseguridad o la
tragedia de las victimas de la delincuencia y sus familiares.
14. Mantener y exigir el respeto a la dignidad de las
victimas y familiares
15. Asumir la responsabilidad para informar sin contribuir a
la zozobra y ceñirse a la verdad sin buscar el escándalo, por más que la verdad
resulte escandalosa
15. Definir códigos de ética que ofrezcan herramientas a los
reporteros para abordar los cada vez más agudos y crueles hechos de violencia
16. Definir criterios de lenguaje que no suponga la condena
anticipatoria de personas
17. Creación de redes de protección de reporteros para que
éstos puedan realizar su trabajo, dadas por una parte, las amenazas del crimen
organizado y por la otra, la censura estatal (Etcétera, 2008,11-21).
El debate es ineludible…
Impacto psicosocial e
impunidad: de los otros silencios
El impacto psicosocial de la violencia tiene un carácter
individual y colectivo. Martín Baró (1990) habla del trauma psíquico, como la
metáfora de la herida, un daño y sufrimiento particular producido en la
vivencia personal de la violencia; pero también de un trauma social que se
refiere al impacto y significado colectivo de estos hechos en las dinámicas de
grupos y comunidades.
El grave problema social y de salud pública que constituye
la violencia a nivel nacional, regional y global, genera un profundo impacto
psicosocial:
1. Altera negativamente la posibilidad y
condiciones de vida de las personas, familias y comunidades (sufrimiento,
desplazamiento, pérdidas económicas, desintegración social).
2. Genera dolencias orgánicas y
psicoafectivas (dolor, miedo, rabia, incertidumbre, inseguridad, impotencia)
que afectan el desempeño y funcionamiento cotidiano.
3. Produce fragmentación familiar por las
pérdidas, cambios en su estructura y relaciones
4. Reduce las actividades recreativas y
de esparcimiento en espacios públicos debido a la inseguridad y al clima de
tensión imperante.
5. Fragmenta el tejido social, por el
incremento de la desconfianza y miedos colectivos
6. Desconfigura valores y símbolos
socialmente construidos
7. Contribuyen a exaltar una cultura
heroica, de violencia, de trauma y gloria que afecta la convivencia democrática
y el respeto a los derechos humanos
8. Legitima la polarización y la
violencia como mecanismos de poder y control social
Como vemos, el sufrimiento ético-político (Sawaia, 1989),
que deriva de esta vivencia cotidiana de la violencia, requiere de un análisis
que trascienda la visión patologizante con énfasis individual y reconozca tanto
las realidades histórico-culturales, como las experiencias colectivas
implicadas. Exige una mirada que trascienda la visión que considera a los
afectados como víctimas de trastornos psicológicos y físicos, reconociendo el
"trauma" en las características funcionales u orgánicas de cada
individuo. Al centrarse en los estados internos y reducir los procesos
psicosociales a síntomas individuales se niegan las realidades históricas,
culturales y políticas y la naturaleza colectiva de las experiencias de
violencia.
El impacto de la violencia y las violaciones de derechos
humanos no son solamente una suma de efectos individuales sino que afectan
estructuras, liderazgos, capacidad de funcionamiento grupal y símbolos
colectivos. Para Martín Beristain (2010, 27) estos efectos colectivos se dan
especialmente cuando la violencia y las violaciones de derechos humanos han
tenido un carácter masivo, afectando a numerosos grupos sociales; a personas
significativas de una sociedad o comunidad (líderes sociales) y fragmentado o
destruido comunidades (masacres, p.e), instituciones o lugares simbólicos.
Las situaciones de conflicto político, polarización y
violencia socio-política vividas en Venezuela en los últimos años, y su
significativo impacto social han favorecido la naturalización y legitimación de
la violencia. Se trata de un proceso traumático de cambios que trastoca la vida
de la población, la cual asume como normal, natural o habitual lo que no lo es.
Ante la avalancha de sucesos de agresión, muerte y destrucción material o
simbólica se transforma en cotidiana la convivencia con la violencia y en este
proceso de internalización, se transforma tanto la identidad del individuo como
sus relaciones sociales.
En este proceso cada sector, según sus propias vivencias o
la información que obtenga (medios, rumores, etc) construye su concepción de lo
que ocurre, alimenta los imaginarios del miedo, incrementa sus hermetismo como
colectivo y percibe a las personas o grupos externos como amenaza. El temor a
ser agredido, genera una angustia que transforma el actuar del grupo o la
persona llevándolo a defenderse o atacar para “salvarse”, donde el lema
explícito o implícito es: “el Otro es el enemigo” (Lozada, 2004).
Esto se ve agravado por la distorsión de atribución: a la
otra parte se le atribuyen la peor de las intenciones y las acciones desmedidas
suyas o de su grupo, se perciben invariablemente como respuestas a las amenazas
o agresiones del contrario. En fin, se justifican las propias acciones
violentas (p.e.: armarse o buscar instrumentos de defensa ante el posible
ataque) como respuesta a la violencia que se anticipa, la que desencadena el
miedo.
En este proceso de naturalización y legitimación de la
violencia, tanto instituciones estatales como distintos sectores sociales,
pueden llegar a justificar la violación de los derechos humanos, la ejecución
de homicidios, torturas, juicios populares, golpes de Estado y la guerra puede
convertirse en un fin en sí misma.
Paralelamente, al proceso de habituación (6) y
desensibilización(7) frente a la violencia, se produce la transformación de
valores como solidaridad, justicia, esperanza, paz, verdad, confianza, dignidad
por aquellos contrarios que se cree permiten alcanzar el equilibrio y
supuestamente mantener la persona a salvo.
En este contexto de violaciones de derechos humanos, de
expresiones masivas de descontento, aunado a la percepción de inutilidad de las
formas de manifestación cívica y de creciente impunidad de la cual da cuenta
reciente el Informe del Observatorio Venezolano de Violencia (Briceño-León,
OVV),8, se cierra el espectro de perspectivas no violentas y la desesperanza
respecto a las vías pacíficas y democráticas de resolución de las problemáticas
sociales y políticas. El incremento de la desconfianza en el sistema
democrático, es quizás una de las más graves consecuencias que produce la
impunidad, además de otros efectos sociales (Sveass, 1995) 9:
1. Fractura el tejido social e irrespeta los valores éticos
que construyen la convivencia ciudadana
2. Socava la memoria histórica, al negar la historia de las
victimas e impedir el reconocimiento público de los hechos
3. Viola los derechos humanos de las victimas y sus
familiares
4. Disminuye la capacidad social para reivindicar sus
derechos
5. Estimula la búsqueda de la justicia por cuenta propia
6. Incrementa las posibilidades de acción de la delincuencia,
pues no hay sanción a los responsables.
7. Favorece la corrupción de los cuerpos de seguridad del
Estado y de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.
8. Deslegitima al Poder Judicial por no cumplir con su deber
de administrar justicia
La lucha contra la impunidad supone un largo y difícil
camino que requiere el reconocimiento público de la problemática y la adecuada
conducción legal de procesos que favorezcan la administración de justicia, bajo
la perspectiva de la defensa integral de los derechos humanos. Sin embargo,
puesto que el sistema judicial no ofrece garantías mínimas debido a su
politización, corrupción y burocracia, los procesos judiciales suponen también
un conjunto enorme de obstáculos que las víctimas y sus familiares tienen que
enfrentar. Desde probar los hechos hasta identificar a los culpables, desde
cumplir escrupulosamente los procedimientos lentos y complicados hasta hacer
frente a la complicidad o el desprecio de victimarios, jueces y abogados. Como
apunta Martín Beristain (2010) este campo enfrenta nuevos desafíos: tanto
articular denuncias con procesos personales y colectivos, como acompañar los
esfuerzos de las victimas y defensores, al tiempo que se manejan las
implicaciones y costos de esta lucha por la vida y la justicia.
Diálogo y voces en
democracia
En fin, la violencia está allí, evidente, escondida,
latente, como fenómeno eminentemente histórico, en tanto que condiciones
sociales, económicas, políticas y culturales han contribuido a su construcción
y sustentan su mantenimiento. Nuestra memoria social lleva el registro.
¿Qué puede hacer el ciudadano sin protección pública, que ve
el enemigo por todas partes? “Una manera de contar el miedo ante la violencia
social es acercarse al espacio de las ciudades y tratar de leerlo como un
texto; un texto con omisiones, repeticiones y personajes, con diálogos,
suspensos y sus puntos y comas, un texto escrito por los cuerpos de los
habitantes sin poder leerlo” (Rotker, 2000,7).
El relato del miedo se cuenta en cifras, se trata de
contarlo también en voces, relatos, imaginarios. Se trata de romper el silencio
impuesto por la violencia que impide, en medio de un clima de impotencia y
tristeza, la construcción colectiva de significados y fractura el vínculo
social, que repliega y construye las ciudadanías del miedo. Al nombrar la
violencia, se nombra algo más, tácita, secretamente: al pronunciar la violencia
se pronuncia en silencio otro nombre, el de lo intolerable. …Lo intolerable no
es la simple negación o la simple imposibilidad de lo tolerable, es lo
radicalmente ajeno a toda definición de tolerancia, cuando la vida, en esos
territorios ha dejado de reconocerse como humana” Mier (1999, 364).
Decir, relatar, nombrar, denunciar, ofrecer testimonio y
reconstruir humanamente la historia es oponerse al olvido y comprender el
presente. El diálogo colectivo construye memoria y fortalece el tejido social.
La experiencia vivida, el sufrimiento padecido, los caminos andados, las
salidas encontradas resisten la imposición del silencio, de la censura. “El
silencio confecciona el olvido, con un elemento central: el poder que lo
impone. No hay silencio que manufacture al olvido social sin poder de por
medio. Y con ello se forja el presente” (Mendoza, 2009,149).
Decir, dialogar, debatir las violencias que se extienden y
agudizan, supone entonces re-conocerlas en sus distintas expresiones -reales o
simbólicas-, variados actores -que nos incluye- y multiplicidad de espacios
donde hace estragos (escolares, familiares, comunitarios, carcelarios,
mediáticos, militares, policiales, políticos, etc.). Obviamente, el diálogo
exige como condición la democracia y también superar la dicotomía mutuamente
excluyente: nosotros-ellos que divide el país, empobrece el debate público y
elude la generación de propuestas alternativas (10). Se trata de apostar a la
reflexión crítica contra la banalización del mal propio de los sistemas
totalitarios, cuyo principal efecto para Arendt (1999) es “detener el
funcionamiento de las conciencias”.
Solo en democracia, desde su crítica y profundización pueden
favorecerse los procesos mediadores, los diálogos y los consensos sociales que
permiten la búsqueda de soluciones a la grave problemática de violencia, crisis
socio-política y económica que confronta nuestro país. Se trata de un ejercicio
permanente de resistencia, de ciudadanía activa, crítica y solidaria en
distintos espacios públicos, que se distancie del discurso de desesperanza e
impotencia que caracteriza la soledad cívica, que asuma la responsabilidad de
trabajar por la defensa de nuestro derecho a la vida, equidad, justicia,
seguridad y paz.
Tiempos de asumir el desafío histórico de la política
entendida como vivencia cotidiana, de asumir nuestro mayor desafío
ético-político: desarrollar acciones ciudadanas comprometidas con la defensa de
los derechos humanos, el reconocimiento del otro y la abdicación a la
violencia, que garanticen la preservación de espacios de convivencia pacífica y
democrática. Tiempos para recrear y re-significar el imaginario nosotros, con
sentido y norte de futuro común.
Notas finales
1. “En
agosto 2010, entre los principales problemas que confrontan las comunidades, la
Encuestadora Seijas reporta la Inseguridad (83.8%), como “respuesta
espontánea”. Esta inquietud ciudadana era destacada igualmente en el año 2009
en el Informe Inseguridad y violencia en Venezuela – Informe 2008
(Briceño-León, Avila y Camardiel, 2009)
2. “En qué
cabeza cabe comparar la dimensión de la violencia desatada en Irak, producto de
una invasión genocida, donde el llanto de los sobrevivientes no alcanzará,
jamás ni nunca, para aplacar sus penas, con el problema estructural de la
inseguridad en nuestro país, originado por las brutales desigualdades que
heredó nuestro gobierno, y que hoy estamos enfrentando con la mayor firmeza y
rigor; desde una visión preventiva y no represiva. Pero evidentemente no se le
puede pedir un mínimo de objetividad a cierto periodismo de baja estofa que no
hace sino acentuar el amarillismo más grotesco”, opiniones expresadas por el
Presidente Hugo Chávez , en su columna: “Las líneas de Chávez”. Ultimas
Noticias, (29-8-2010 p. 13).
Estas opiniones forman parte de la polémica suscitada en
torno a la publicación de una foto tomada en diciembre 2009, que muestra
cadáveres de seres humanos, desnudos, en el piso y en camillas de la sede de la
Medicatura Forense de Caraca, que ocupó casi toda la primera página -tamaño
estándar- del Diario El Nacional en su edición del viernes 13 de agosto 2010.
El fallo del Tribunal 12 de Primera Instancia en Mediación y Sustentación de
Protección al Niño, Niña y Adolescente en contra de los diarios El Nacional y
Tal Cual (quien reprodujo posteriormente la fotografía) ordenó una prohibición
indefinida de publicar “imágenes con contenido de sangre, armas y agresiones
físicas, que aticen mensajes de guerra y decesos, que puedan alterar el
bienestar psicológico de niños, niñas y adolescentes”. Posteriormente ante la
reacción de rechazo nacional e internacional, dicho Tribunal revocó
parcialmente la medida contra los citados diarios, por lo que podrán publicar
información y publicidad relacionada con temas de violencia, manteniéndose la
prohibición a la publicación de imágenes de este tipo.
3. El modelo de
policía surgido con ocasión del trabajo de la Comisión Nacional para la Reforma
Policial que contó con la participación de distintas Universidades,
especialistas y organizaciones de derechos humanos, “desestima cualquier
carácter militar de la policía general y enfatiza el principio de competencias
concurrentes entre cuerpos de policía nacional, estadales y municipales,
conforme a los principios de territorialidad de la ocurrencia situacional y de
complejidad, intensidad y especificidad de la intervención requerida, a fin de
facilitar la sinergia en el trabajo policial, fomentando, por otro lado, la
rendición de cuentas y el control ciudadano” (Gabaldón y Antillano, 2007,
237-250).
Según los datos ofrecidos por Soraya El Achkar (Prensa YVKE
Mundial/ AVN, Viernes, 27 de Ago de 2010), en el plan piloto implementado en
Catia por la Policía Nacional Bolivariana (PNB), en el oeste de Caracas, “se
han registrado reducciones de 60,61% en los delitos de homicidio, 58,49% en
robos, 47,10% en lesiones y 66,67% en violencia de género”.
4 En el contexto de
polarización actual, y ante el silencio, evasión o negación oficial de la
información pública, se ha hecho práctica común de diversos medios de
comunicación, recurrir a “fuentes confiables”, o referir información “oficial”
no divulgada, obtenida en “exclusiva”. La filtración de fuentes, de los
organismos policiales, ha permitido la divulgación vía Internet de violentas
imágenes (la escena del crimen de Carolina Viera de Valero, del cadáver de
Edwin "Inca"
Valero, entre otras). A través de diversas páginas Web,
redes sociales y telefonía celular grandes sectores de la población han
consumido y reproducido sin sentido crítico y con cierto morbo dichas imágenes.
Zillmann y Bryant (1996) ofrecen explicaciones de esta atracción hacia la
violencia.
5 “La violencia es la forma más profunda de la frivolidad,
es el contenido de la superficialidad…Entre los objetos que ejercen atracción
violenta, se encuentra la violencia misma…Ciertamente, las ejecuciones de
secuestrados, así como las de narcotraficantes, no parecen tener como único fin
quitar de enfrente al de enfrente, sino promover un espectáculo que no sirve
tanto de escarmiento como de estimulo para que la venganza llegue con mayor
espectacularidad, que en este caso es mayor cantidad de sangre regada para las
fotos, no ya de la sección policíaca, sino de las primeras planas, lo cual es
un logro nada desdeñable…” Fernández Christlieb (2008, 26-33)
6. El fenómeno de “habituación a la violencia” (género, mediática, escolar, etc.) ha sido
suficientemente abordado desde distintas aproximaciones. Penalva (2002) aborda
el tratamiento de la violencia en los medios de comunicación y Antón, (1998)
ofrece algunas herramientas de competencia cultural para una aproximación
crítica a la misma. Ver también: http://www.fss.uu.nl/mc/nl/onderzoek/unesco.htm
7 “La palabra “estética” proviene de “sensibilidad” y así,
estética es lo que se siente…..Paradójicamente, si se quiere, la estética más
atractiva e impactante se hace progresivamente insensibilizadora de tan fuerte
y tan tupido que pega, así que, en vez de hablar de una estética de la
violencia que de bonita no tiene nada, que no sensibiliza sino que
desensibiliza, resulta más adecuado hablar de una anestética de la violencia,
que consiste en el adormecimiento o atrofia de la sensibilidad fina merced a
tantas expresiones burdas y al hecho de que cada vez tienen que ser peores”
(Fernández Christlieb, 2008, 31)
8 El informe del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV),
“Una década de impunidad en Venezuela (1998-2009)”, revela que un total de
16.047 homicidios se registraron en 2009, en los que se determinan como
principales causas de dicha criminalidad la impunidad y la corrupción.
10 “La polarización social, que parece erigirse y extenderse
como mecanismo de poder y control socio-político a nivel mundial, tiene
profundas consecuencias: fractura el tejido social; territorializa el conflicto
y destruye espacios de convivencia social; afecta relaciones y dinámicas
familiares, laborales, comunitarias, institucionales; obstaculiza el manejo
democrático y pacifico de los conflictos; contribuye a incrementar la escalada
de violencia social y política; genera un fuerte impacto psicosocial; produce
daños patrimoniales y urbanos; naturaliza y legitima la violencia social;
estimula la adquisición de armas por parte de la población; reduce las
actividades recreativas y de esparcimiento en espacios públicos debido a la
inseguridad y al clima de tensión imperante; construye representaciones del
conflicto y sus actores sobredimensionadas mediáticamente, invisibiliza la
histórica y compleja causalidad estructural de los conflictos socio-políticos
(violencia, exclusión, pobreza, desempleo, corrupción, agotamiento del modelo político
tradicional, p.e); privilegia la gestión del conflicto y su solución en los
actores políticos en pugna, excluyendo al resto de los sectores sociales, y
constituye un eficaz mecanismo de poder y control social y político” (Lozada,
2008, 89-109).
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